Un día, dos monjes Shaolin estaban practicando tiro al arco. Profundamente concentrados en su tarea, entraban en estados muy profundos de meditación.

El uno, para acertar, se identificaba con la diana, decía, «yo soy la diana».

Este se concentraba y se concentraba y, en su vida, sólo estaba el llegar a su objetivo final, para él este era el Satori, esa era su practica, su meta, su diana mientras practicaba el tiro con arco.

El otro, decía «yo soy la flecha» y cada vez que lanzaba, se sentía más libre, más liberado.

Su sentir estaba en volar en la vida de un lado a otro, desapegado de todo, sin atarse a nada, confiando en su su meta, para él esta meta era el nirvana, el sublime estado libre de todo deseo.

Y un tercero dijo: «¿Y si no fueras ni la diana, ni la flecha, sino el espacio inmutable que hay entre los dos?»

«¿Y si fueras el espacio el cual permanece inmóvil y silencioso ante toda la ilusoria acción que acontece?».

«Inmóvil y silencioso, ante el devenir, incluso ante el satori y ante el mismísimo nirvana».

Los dos monjes se miraron y buscaron al tercero.

Inmutables vieron que allí no había un tercero. Y en silencio comprendieron, que ellos eran el arco, la flecha, la diana, el silencio y la nada.

Desaparecieron en ese instante y se fundieron en la conciencia, el uno como la diana, el otro como la flecha y el tercero, inmóvil, como el arco.

En ese instante tan trascendente, apareció el maestro y gritó: «esas mentes, esas mentes», «recordad, un pensamiento, un reino, un pensamiento, un reino».

Los dos monjes, de nuevo atentos a su presente, volvieron a la practica.

El viento soplo, la hoja cayó del árbol y el grillo canto cricri cricri.